Es inhabitual pero
sucede: una persona sintetiza en su comportamiento las mejores calidades
de la sociedad y logra unir a los ciudadanos. Gracias a la potencia
positiva de un solo ser, los compañeros dicen adiós a la minucia
política que los separaba. Sin palabrería, allá por donde pasa se hace
colectiva la ética del individuo. He constatado que mucho de esto
ocurrió con la conducta del poeta Ángel Campos Pámpano. Paralelamente a
la escritura de sus versos, promovía gran número de actividades
artísticas. Lo hizo con una estrategia educativa transparente: no
utilizaba el arte menor para acercarse al público, sino que ofrecía a
las capas populares de su tierra los bienes más refinados de la cultura.
Asimismo, cuando España aún miraba con altanería o desdén a Portugal,
él creó revistas para la comunicación literaria de los dos países y
tradujo los textos de Fernando Pessoa, Eugénio de Andrade, Sophia de
Mello Breyner Andresen. Moderó nuestra prepotencia. Pronto tuvo a su
lado a Álvaro Valverde, Elías Moro, Carlos Medrano y otros jóvenes
inquietos. El editor Manuel Borrás se esmeraba al difundir los trabajos
del poeta. Mientras los dirigentes de las regiones ricas seguían
contando las monedas, el literato y profesor extremeño supo convencer a
algunas autoridades sobre el poder liberador de las palabras. Tampoco se
olvida su acierto pedagógico de poner a los principales autores
ibéricos en contacto con los alumnos de enseñanza secundaria. Así hasta
su muerte. En mis viajes a Extremadura no he conocido a ningún escritor
que pronuncie una frase despectiva al referirse a Ángel Campos Pámpano.
He visto una comunidad unida por el nombre de un creador ausente.
El poeta FJ Irazoki escribe en Ciento noventa espejos 95 capítulos de 190 palabras exactas cada uno. Estas dedicadas a Ángel conforman el capítulo 35. |
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